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La protección jurídica contra el fraude alimentario evoluciona con la historia

El derecho de la alimentación, desde sus orígenes, ha evolucionado en función de los conocimientos cotidianos, de las experiencias personales y de las ideas imperantes. En muchas ocasiones, las cuestiones de higiene alimentaria estuvieron supeditadas a profundas creencias religiosas convertidas en ley.

 A lo largo de la historia, las diferentes autoridades se han preocupado, principalmente, de las adulteraciones y fraudes alimentarios. La necesidad de proteger a los ciudadanos de los perjuicios derivados de estas conductas no es una invención de la sociedad moderna. El Código Babilónico de Hammurabi ya sancionaba, hace unos 4.000 años, las adulteraciones alimentarias.

Hacia un nuevo ordenamiento alimentario

La salud del simple consumidor no era tomada en cuenta más que en caso de riesgo de toxicidad aguda. Con el tiempo, y ya desde el siglo XIV, las diferentes corporaciones que se fueron constituyendo a lo largo de la historia se fijaron a sí mismas reglas aplicables a los productos elaborados por sus miembros.

A finales del siglo XVII se prohibieron las denominadas prácticas fraudulentas, instaurándose toda una serie de controles sobre los productos. Con el discurrir de los años, y ya a finales del siglo XVIII, considerado como los inicios de la ciencia moderna, surge un sentimiento colectivo a nivel de los Estados que determina el diseño y el desarrollo de un amplio sistema de defensa social que también incluye el ámbito alimentario.

En esos momentos las reglamentaciones eran cada vez más precisas y estaban preocupadas por el control alimentario. Ello determina la necesidad de dotarse de medios jurídicos eficaces para su aplicación. Y es que a finales del siglo XVIII, los modernos postulados que debían tenerse en cuenta por las normas de protección para el ciudadano eran, entre otros, la prevención y la seguridad. En ese momento se inició una nueva etapa.

El derecho a la protección del consumidor: algo más cercano

A principios del siglo XIX, la conocida Constitución de Cádiz de 1812 atribuía a los Ayuntamientos la denominada "policía de salubridad". Otra normativa posterior les otorgaba la función de "velar sobre la calidad de los alimentos de toda clase". Durante todo ese siglo, la sanidad pública de los alimentos estuvo ligada, fundamentalmente, a dos sectores de la actuación administrativa: la agricultura y la sanidad.

El Ministerio de Fomento y el de Gobernación han sido los que tradicionalmente se han encargado de esas competencias. La primera administración sanitaria fue impuesta por la Ley General de Sanidad de 1855, y dispuso que en cada partido judicial hubiera tres Subdelegados, uno de Medicina y Cirugía, otro de Farmacia y otro de Veterinaria, si bien sus funciones no quedaron totalmente establecidas hasta principios del siglo XX. A los municipios se les imponía la provisión de los servicios de veterinaria, que debían encargarse del reconocimiento de las carnes y animales destinados a la alimentación del vecindario, así como el reconocimiento de los ganados importados y los informes y cuidados relativos a las epizootias.

En esta época, a caballo entre el siglo XIX y principios del siglo XX, los diferentes gobiernos dictaron diferentes reglamentaciones en las que señalaban las condiciones que debían tener los alimentos para que no perjudicaran o alterasen la salud de los consumidores, estableciendo al mismo tiempo una vigilancia higiénica por expertos en la materia.

Así, se instituyeron en la mayor parte de las capitales laboratorios, cuya función principal consistía en descubrir los casos de fraude alimentario y cuyo personal se dedicaba a inspeccionar los establecimientos donde se suministraban productos alimenticios. El consumidor podía también remitir muestras de alimentos para determinar si eran aptos o no para el consumo.

La Real Orden de 5 de enero de 1887, relativa a la inspección de los alimentos, establecía la necesidad de vigilar, comprobar y analizar los alimentos, instando a la responsabilidad de las autoridades en esta materia y recomendando a los Ayuntamientos el establecimiento de laboratorios químicos municipales para el análisis de los alimentos.

Además, era preciso determinar las sustancias que eran perjudiciales para la salud de los consumidores. Algunos ejemplos de las disposiciones que se dictaron son claramente ilustrativas:

  • Reales Ordenes de 9 de diciembre de 1891 y 13 de septiembre de 1900, referentes a la prohibición absoluta del empleo de las sales de cobre para el enverdecimiento de las conservas alimenticias.
  • Real Orden de 3 de abril de 1889, prohibiendo el uso de la sacarina y substancias análogas en los alimentos y bebidas, y considerándola tan sólo como medicamento.
  • Reglamento para la aplicación del Real Decreto de 11 de marzo de 1892, dictando disposiciones para evitar la adulteración de los vinos y bebidas alcohólicas.

Sin embargo, la legislación era a todas luces escasa por lo que se refería a la seguridad, las adulteraciones y las falsificaciones de los alimentos. La normativa que se dictaba lo era, la mayor parte de las veces, como consecuencia de las reclamaciones de los ciudadanos. La legislación de seguridad alimentaria difería del estado actual del conocimiento y, además era escasa, poco conocida y dispersa, hasta el punto de que muchas veces era necesaria su recopilación por alguna entidad u organismo.

En la publicación de 1914 Higiene de los Alimentos y Bebidas. Medidas fáciles para reconocer sus adulteraciones y falsificaciones el Dr. J. Madrid Moreno ya manifestaba: "El comercio puede ser libre, pero no puede atentar contra la salud pública expendiendo a sabiendas substancias nocivas. Si por alguno se cometen adulteraciones y falsificaciones, cambiando un componente por otro, debe así anunciarse al público. Si esto se cumpliera en todas partes, seguramente no se habrían beneficiado tanto muchos fabricantes, expendiendo artículos en cuya confección entran substancias extrañas y cuya composición se desconoce, pues los mismos consumidores se hubieran encargado de desacreditarlas."

Todo ello nos hace pensar que hasta el siglo XX se prestó poca atención a la seguridad de los suministros de los alimentos, considerando que era una materia que requería un control estrictamente local.

Un derecho reciente, tirando a moderno

A pesar de sus antecedentes históricos, no cabe duda de que el derecho alimentario es un derecho reciente, moderno, que ha evolucionado rápidamente para adaptarse a los nuevos conocimientos de las ciencias, a la expansión de los mercados, a los cambios demográficos y a las nuevas expectativas del consumidor actual.

El contexto en el que debe aplicarse el derecho alimentario y, más concretamente la seguridad alimentaria, está presidido por la globalización económica, la circulación y el consumo de los más variados productos, y la mundialización del mercado alimentario; así como el cambio de hábitos y de necesidades por parte del consumidor, la introducción de nuevos alimentos y productos alimentarios y la industrialización-tecnificación del proceso productivo alimentario.

El derecho alimentario ha sido hasta la fecha un derecho muy normativo que ha regulado todas las fases de la producción alimentaria, desde la actividad primaria, pasando por toda la cadena alimentaria, hasta la puesta a disposición del alimento al consumidor final.

En este sentido ha reglamentado, entre otras cuestiones, la elección de las materias primas, tratamientos de las mismas, la manipulación, la definición y la composición de los productos, la higiene alimentaria industrial, los materiales en contacto con los alimentos, los procedimientos de conservación; así como la presentación, el etiquetado y la publicidad de los alimentos. Y, cómo no, también se ha dotado de mecanismos contundentes desde la órbita de la responsabilidad penal para actuar contra el fraude, incluso en situaciones de riesgo para la salud de las personas.

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